domingo, 26 de agosto de 2018

Mi verano se confiesa a medias

Hoy mi verano -y por ende mi año- llega a su fin. Si, soy de esas personas que mide los años como los cursos del colegio, así que he decidido cobrarme el viaje anual que me regala Renfe para curarme las heridas (aunque sea con Nordés).  ¿Por qué este será especial? Porque son dosis intensas de cosas que me gustan en un periodo que tarda en volver.

Se trata de disfrutar de:

La eterna pelea entre los bañadores de cuerpo y los bikinis, los vestidos, estar en la calle y darte cuenta como Don de que algo vuelve a despertar “there it was again, perfume”, algunos días en Madrid cuando ya no queda nadie, el atardecer desde la azotea del Círculo de Bellas Artes, cenar en tu sitio preferido y decirle al camarero que estás de Rodriguez (aunque vivas solo), los cócteles ligeros, el café con hielo, los partidos del mundial, los zapatos blandos y sin calcetines, las camisas de lino, mi sombrero panamá, estrenar bañador, que anochezca tarde, cenar aún más tarde, salir de trabajar un viernes y escaparse a tu paraíso, la electricidad que sientes al llegar a la costa, las piscinas de agua salada, cuidar el jardín, coger tomates (y creerte agricultor), el gazpacho, las barbacoas y su sobremesa, cualquier sobremesa en general, sacar el Monopoly, los helados (mi heroína), andar descalzo por el césped recién cortado, desayunar en el jardín, desayunar frente al mar, los sitios donde hacen la misma paella que hace 30 años (y siguen poniendo los mismos discos de Julio Iglesias), las siestas de pijama y aire acondicionado o bajo el toldo en la playa, correr al lado del mar, hacer excursiones por playas que no conoces, navegar, pescar, volver a navegar todas las veces que pueda, el sonido del casco sobre el agua, el viento en la cara, la sensación de libertad, creerme Di Caprio en Titanic, bañarme en alta mar, comer en alta mar, dormir en alta mar, las tardes tirado en un pantalán viendo llegar los barcos a puerto, los gofres de al lado del puerto, cenar pizza en un pueblo de Cerdeña bajo cientos de estrellas, vivir Italia y perderte en ella, verte bronceado, salitre en la piel, volver a ver a tu amor platónico (y volver a sentirte aquel niño), aprovechar a leer y escribir, respirar, conducir sin prisa, ir al cine (¿quedan de verano?), bailar canciones que no volverás a escuchar, un día en Barcelona, las tormentas, las bodas, los amigos, las bodas de tus amigos, la puesta de sol en tu sitio secreto, disfrutar de tu familia… y sentirte orgulloso al despedirte de ellos, porque lo que hoy te parece un mundo, ellos llevan haciéndolo toda la vida.


Así que como en una de las ultimas frases que se me ha pegado “Al final es lo de siempre”, contaré los días para que sea verano otra vez, porque por suerte, como cantaba Julio, la vida sigue -y seguirá- igual.


Archipiélago di La Maddalena (Cerdeña, Italia)

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